Comentario
A la sublevación independentista cubana, iniciada en 1895, se sumó la filipina, en 1897. Los Estados Unidos entraron en guerra con España en 1898.
En Cuba, la guerra empezó el último domingo de febrero de 1895. Las celebraciones de Carnaval, que comenzaban aquel día, facilitaron el movimiento y las actividades de los conspiradores. Las sublevaciones tuvieron lugar en diversas poblaciones pero sólo triunfaron en el este de la isla. El plan había sido trazado por el Partido Revolucionario Cubano, fundado por José Martí en Nueva York, en 1892. El propio Martí -alma del partido y del movimiento revolucionario- desembarcaría en Cuba al poco tiempo, después de haber publicado, junto con Máximo Gómez, el manifiesto de Montecristi. Al mes siguiente Martí moriría en una escaramuza con las tropas españolas. El movimiento quedaba así privado de su personalidad civil más destacada y en manos de los militares: el citado Máximo Gómez, comandante en jefe, y el segundo en el mando, Antonio Maceo, el Titán de Bronce, de raza negra y extraordinaria popularidad.
"La guerra -ha escrito Moreno Fraginals- nació con un cierto carácter popular, obrero y de clase media, y una fuerte campaña de captación de los sectores negro-mulatos y campesinos, pero casi de inmediato tuvo el apoyo de toda la sociedad criolla (...) ante la ausencia de otra opción política factible". El principal objetivo militar cubano fue extender la campaña a toda la isla, lo que se consiguió a comienzos de 1896 cuando Gómez y Maceo llegaron a las proximidades de La Habana y penetraron en la provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental. En su avance, las tropas cubanas habían ido incendiando y destruyendo una parte considerable de las plantaciones y los ingenios.
La respuesta española fue tratar de ahogar la sublevación lo antes posible, ante el temor a las repercusiones internacionales del conflicto y, especialmente, la intervención de los Estados Unidos. Tanto Sagasta como Cánovas manifestaron rotundamente su voluntad de agotar todos los recursos humanos y económicos en defensa de la colonia. El esfuerzo militar fue gigantesco, según Moreno Fraginals: más de 220.000 soldados fueron enviados a Cuba entre 1895 y 1898. La superioridad numérica, sin embargo, no era suficiente para vencer a un enemigo que eludía todo choque frontal y hacía una guerra de guerrillas, basada en el conocimiento del terreno y el apoyo de la población. Por otra parte, un ejército como el español, tan rápidamente formado, sin la necesaria aclimatación y mal equipado, encontró en las enfermedades endémicas de la isla -paludismo, fiebre amarilla, disentería- un factor de mortalidad más terrible todavía que las armas enemigas. Un hecho común a todas las guerras coloniales en los trópicos, como recuerda Raymond Carr; en la misma guerra cubana, tras un mes de campaña, el Ejército estadounidense estaba hecho una ruina.
El mando español le fue confiado inicialmente al general Martínez Campos, quien trató infructuosamente de aislar los focos rebeldes, y de poner en práctica la política de aproximación que tan buen resultado le había dado en 1878; pero las circunstancias eran sustancialmente distintas y, ante su fracaso, dimitió en enero de 1896, siendo sustituido por el general Valeriano Weyler. Con el nuevo Capitán General, la estrategia española cambió radicalmente. Weyler decidió que era necesario cortar el apoyo que los independentistas recibían de la sociedad cubana, y para ello ordenó que la población rural se concentrara en poblados controlados por las fuerzas españolas: al mismo tiempo ordenó destruir las cosechas y ganado que podían servir de abastecimiento al enemigo. Estas medidas dieron buen resultado desde el punto de vista militar, pero con un coste humano elevadísimo. La población reconcentrada, sin condiciones sanitarias ni alimentación adecuada, empezó a ser víctima de las enfermedades y a morir en gran número. Por otra parte, muchos campesinos, sin nada que perder ya, se unieron al ejército insurgente.
En Estados Unidos, la situación cubana y en especial la política de Weyler en la isla -convenientemente aireada por la nueva prensa amarilla, sensacionalista, de carácter nacionalista y antiespañol- era seguida con creciente interés por la opinión pública. Aunque sin reconocer oficialmente a los rebeldes cubanos -como recomendó el Senado en 1896-, el gobierno norteamericano permitía que éstos recibieran apoyo desde sus costas y que la delegación del gobierno cubano en Nueva York actuara con entera libertad. El presidente Grover Cleveland, a través del secretario de Estado, Olney, ofreció su mediación al gobierno español para acabar con la guerra, sobre la base de la concesión de la autonomía a Cuba. La oferta fue rechazada por el gobierno de Cánovas -siguiendo la opinión pública preponderante y la del Ejército- que no consideraban a Estados Unidos un mediador imparcial; aunque sin rechazar las reformas para más adelante, se pensaba que en aquellos momentos toda concesión era una claudicación ante los rebeldes, y que a la guerra sólo se debía responder con la guerra.
En estas circunstancias llegó el asesinato de Cánovas en agosto de 1897. Tras un breve gobierno del general Azcárraga, Sagasta tuvo que hacerse cargo del poder, en octubre del mismo año. Moret fue nombrado ministro de Ultramar.
La política española en Cuba, a partir de aquel momento, estuvo encaminada a un solo objetivo: satisfacer las demandas de los Estados Unidos para evitar una confrontación con ellos. Los gobernantes españoles eran perfectamente conscientes de la diferencia de fuerzas entre ambos países, a diferencia de la opinión pública, desinformada y enardecida en sus más elementales sentimientos patrióticos por la inmensa mayoría de la prensa. Con la finalidad de apaciguar la opinión norteamericana, fue relevado del mando el general Weyler, se suspendió toda acción militar ofensiva y, sobre todo, le fue concedida inmediatamente la autonomía a la isla -lo mismo que a Puerto Rico, que permanecía en paz-.
El primer gobierno autónomo cubano comenzó a funcionar el 1 de enero de 1898. Más adelante, cuando ya la guerra con los Estados Unidos parecía inevitable, el gobierno decretó unilateralmente el armisticio. Nada de ello logró el objetivo perseguido, ni sirvió para que los independentistas -animados por la creciente beligerancia del gobierno norteamericano a su favor- trataran de acercar posiciones a España. Lo que el gobierno español no hizo fue vender la isla a Estados Unidos por 300 millones de dólares, más uno para los intermediarios -o la cantidad global que se quisiera-, oferta que le fue presentada a la Reina Regente; tampoco concedió la independencia a Cuba declarándose vencido, sin ser derrotado militarmente. Ambas soluciones hubieran implicado en España, más que probablemente, un golpe de Estado militar con amplio apoyo popular, y la caída de la monarquía; es decir, otra revolución. Los gobiernos monárquicos, desde luego, estaban convencidos de ello. Resulta evidente, por tanto, que la guerra con los Estados Unidos no se buscó deliberadamente, sino que se trató de evitar por todos los medios -tanto relativos a la política cubana como diplomáticos- que el gobierno juzgó compatibles con la dignidad nacional. Pero una vez planteada la guerra, el gobierno español creyó que no tenía otra solución que luchar, y perder. Pensaron que la derrota -segura- era preferible a la revolución -también segura-.
Estados Unidos había reclamado las reformas a las que se dio satisfacción, por razones de humanidad -la destitución de Weyler-, y con el deseo de ver restablecida la paz en un territorio tan próximo a sus costas, así como para salvaguardar los grandes intereses económicos norteamericanos en la isla, profundamente dañados por una guerra tan destructiva, por ambos bandos. El presidente republicano William McKinley -electo en noviembre de 1896-, igual que su antecesor, Cleveland, era favorable a la neutralidad, de acuerdo con una larga tradición en el país, que prefería el control de Cuba por una potencia débil como España a la anexión por los Estados Unidos, o la existencia de una República independiente. Sin embargo, al peso de la opinión jaleada por la prensa, se añadieron algunos poderosos elementos, favorables a la intervención armada: como indica Aguilar, "expansionistas como Theodore Roosevelt que, imbuidos de la idea del poder naval de Mahan, eran favorables al despliegue de la bandera americana en el Caribe, y algunos hombres de negocios, que no confiaban ya en la capacidad de España para proteger sus intereses en Cuba".
Un pequeño incidente -una carta privada del embajador español Dupuy de Lome a Canalejas en la que llamaba a McKinley débil y populachero, y además "un politicastro que quiere (...) quedar bien con los jingoes de su partido", que el espionaje cubano interceptó y la prensa publicó- empeoró la situación entre España y Estados Unidos. Pero el hecho que prácticamente llevó a la ruptura de relaciones y a la declaración de guerra fue la voladura del acorazado norteamericano Maine, en el puerto de La Habana, en febrero de 1898. El buque había acudido al puerto cubano, a raíz de algunos incidentes promovidos por los peninsulares en contra de la autonomía, para proteger la vida y los intereses norteamericanos; aunque su presencia era expresión, en teoría, de amistad hacia España, de hecho, significaba una amenaza y un apoyo para los rebeldes. Las causas de la explosión, que costó la vida a 264 marineros y dos oficiales, son todavía desconocidas. Estudios actuales se inclinan por atribuirla a un accidente, lo que confirma la tesis expuesta entonces por la comisión española de que la explosión se debía a causas internas. El informe oficial americano la atribuyó, por el contrario, a causas externas, y era, en palabras del Mensaje de McKinley al Congreso, "una prueba patente y manifiesta de un intolerable estado de cosas en Cuba".
De nada sirvió la intensísima actividad diplomática desplegada por la misma Regente y el gobierno de Sagasta, cerca de la Santa Sede y las potencias europeas para que trataran de asegurar la neutralidad norteamericana en Cuba. La mediación se dio pero fue completamente inútil. El 19 de abril de 1898, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una resolución cuyos dos primeros puntos decían que el pueblo de la isla de Cuba "es, y tiene el derecho de ser, libre, y que los Estados Unidos tienen el deber de pedir, y por tanto el gobierno de los Estados Unidos pide, que el gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno sobre la isla de Cuba y retire de Cuba y las aguas cubanas sus fuerzas terrestres y navales". Era la declaración de guerra.
La guerra fue breve y se decidió en el mar. Los episodios fundamentales fueron las batallas navales de Cavite, el 1 de mayo, y Santiago de Cuba, el 3 de julio, en las que la anticuada e ineficiente flota española fue literalmente barrida por la armada norteamericana, mucho más potente y destructiva. Ante lo demencial que en términos militares era enfrentarse en un combate naval abierto a los americanos -en varios combates, con la flota dividida, y lejos de la Península- hubo oficiales españoles que manifestaron el convencimiento de que el gobierno de Madrid tenía el deliberado propósito "de que la escuadra fuera destruida lo antes posible, para llegar rápidamente a la paz". Como expresó el mismo general Blanco, capitán general de Cuba y responsable último de que la flota del almirante Cervera saliera de Santiago, donde se había refugiado, "si se apoderan de ella (de la escuadra) los americanos, España estará totalmente vencida y tendrá que pedir la paz, a merced del enemigo; una plaza perdida puede recobrarse; la pérdida de la escuadra en estas circunstancias es decisiva y no se recobra".
José Varela Ortega ha argumentado convincentemente en favor de la interpretación de la actuación del gobierno español que se desprende de estos testimonios -"una guerra (...) calculada, casi cínicamente"-, en lugar de la que es habitual, que la explica sencillamente por ignorancia e incompetencia supinas. En síntesis, el razonamiento es que dado que era necesario aceptar el duelo, para satisfacer el sentido del honor de la población y, sobre todo, del Ejército, y ante la evidente amenaza que la prolongación del conflicto con los Estados Unidos suponía para los territorios metropolitanos -en especial, para las islas Canarias y Baleares-, el gobierno de Sagasta optó por sacrificar la Armada para que el peso de la derrota naval justificara la pronta firma de la paz.
En cualquier caso, esto fue lo que ocurrió. Poco después del hundimiento de la escuadra de Cervera, seguida a los pocos días de la caída de Santiago de Cuba en poder de las tropas americanas, España solicitó la mediación de Francia para entablar negociaciones de paz con Estados Unidos. Tras la firma de protocolo de Washington, el 12 de agosto, las conversaciones entre las delegaciones de ambos países -encabezadas por el secretario de Estado norteamericano, William R. Day y el ex-ministro liberal Eugenio Montero Ríos- comenzaron en París el 1 de octubre de 1898.